El origen de la ciencia se halla en la filosofía. Esta noble e incondicional tarea de pensar y contemplar el mundo nos ha ofrecido el regalo más preciado que todo ser humano puede aspirar jamás: el conocimiento. Nosotros no somos nada sin el conocimiento. 

Recordemos, no obstante, que en nuestros primeros años de civilización la contemplación del mundo se confundía con el estupor. Cuánto tiempo ha pasado ya desde aquellas épocas en las que oír un trueno, ver el mar o experienciar un movimiento telúrico, eran capaces de ponernos la piel de gallina. Qué miedo, qué pavor: la naturaleza era profunda, merecía respeto y alabanza. Cada vez que pienso en esto, imagino a uno de nuestros ancestros corriendo precipitadamente hacia una cueva con tal de protegerse del chaparrón y, al llegar, tenderse de bruces y suplicar al dios de la lluvia que tenga piedad de él y de su familia.

En nuestro tiempo, quizá lo que cause más estupefacción sea la cantidad de disciplinas científicas que tratan de estudiar la realidad en la que vivimos. Tantas, que muchas se tornan inaccesibles y hasta desconocidas. Los hombres de conocimiento enciclopédico son hoy rarezas de museo y los libros que intentan reunir los saberes más importantes de la época terminan siendo insuficientes. El conocimiento con el que hoy contamos rebasa con creces nuestra capacidad para asimilarlo. Y aún así, sabemos que existen cosas a las que no podremos acceder jamás. No olvidemos, sin embargo, que la multiplicidad de disciplinas no es más que el efecto esperado de nuestra inicial contemplación. 

Jesús Mosterín comparó todas estas disciplinas con las piezas de un espejo roto. Este espejo es la realidad, la cual, para ser entendida necesita de diversos enfoques, diversas técnicas, muchas ciencias. De otra manera, el mundo y lo que nos rodea terminaría siendo descomunal, titánico. Para empequeñecerlo un poco y acercarnos con más confianza, se crearon estas ciencias. Pero la solución terminó siendo un problema mayor, puesto que al profundizar en una sola rama de la realidad dejamos abandonadas a las otras. Este defecto se vuelve mayúsculo cuando, en lugar de reunir los conocimientos para sintetizarlos, estos terminan creando barreras infranqueables para su comprensión, de tal manera que el argot de una disciplina resulta oscuro e impenetrable para las demás.

Para Mosterín, la tarea de la filosofía consiste en reunir todas las piezas de este espejo roto, con la finalidad de brindarnos una visión completa y coherente de nuestra existencia. La filosofía cribará los resultados de la ciencia, las evaluará y podrá proporcionarnos una perspectiva más lúcida de lo que acontece. Es por esta razón que la filosofía no puede desentenderse de la ciencia así nada más y abandonarla a su suerte. En primer lugar porque una filosofía sin ciencia, no es más que mera charlatanería: y en segundo lugar, porque ciencia sin filosofía no es más que simple comprobación de los hechos. Un conocimiento real y profundo merece pruebas, pero también de análisis, practicidad, asombro y sobriedad.



En nuestro presente, donde la información se nos presenta como una vorágine y la tecnología como herramienta imprescindible del quehacer humano, filosofía y ciencia necesitan estar unidas más que nunca, porque corremos el riesgo de creer que tenemos el conocimiento en nuestras manos, cuando en realidad solo tenemos el bosquejo, o teniendo los conocimientos necesarios no sepamos en qué ni cómo utilizarlos. 


Huánuco, 25 de marzo de 2021