Después de muertos ya no somos dueños de nuestras vidas. Los malos se vuelven buenos, y los buenos santos, los pecados son perdonados, se edulcoran las aberraciones y las injusticias cometidas ya no son tan graves. La muerte redime al impío y caricaturiza a los hombres de loable existencia, somete a tergiversación perniciosa todas y cada una de la biografías.
Esta dulcificación de último momento puede ser favorable a muchísima gente, sobre todo a aquellas que no volverán a ser nombradas jamás y de quienes es preferible conservar un buen recuerdo, al menos los meses que se los llorará. Pero resulta perjudicial para ciertos hombres que vivieron a partir de convicciones o se volvieron personajes públicos por defender ideas y principios, pues los mitos que rodean sus muertes terminan dándonos una imagen difusa y contradictoria de todo lo que pregonaron.
Una de sus últimas víctimas es Marco Aurelio Denegri, a quien, después de siete meses de su desaparición, un reportaje publicado por el diario La República, vino a entretejerle una nueva leyenda de ultratumba. Según la periodista, el polígrafo peruano, a días de su muerte, se convirtió (o lo convirtieron) al catolicismo. Y todo por una supuesta confirmación, que da más idea de lo lúcido que se encontraba MAD a pesar del dolor, que de las ganas de transformarse en hijo de Dios.

Marco Aurelio Denegri falleció el 27 de julio de 2018,
cuando tenía 80 años de su edad
De acuerdo a la información brindada por Juana Gallegos, la señora Rosa, el ama de llaves de Denegri, pidió a unas monjas que fueran a visitarlo y rezarle, pues éste se encontraba muy mal en el hospital. En medio de la visita, las monjas le preguntaron si era católico "y qué habrá sido -relata Rosa -, pero respondió sí lo soy. Ya ves doctor, Dios te va a recibir allá, le dije, y me agarró la mano: gracias Rosa, eres una buena mujer."
A partir de aquí, uno podría hacerse cualquier idea del conductor de La Función de la Palabra. Hasta podríamos asegurar que no creía todo lo que pregonaba, y que sus circunloquios sobre pornografía, masturbación y el puterío, fueron simples peroratas para llamar la atención, pues en su agonía, acobardado por el inevitable final, decidió llenarse de pureza, de normalidad.
Qué flaco favor le han hecho tiñendo su semblanza con sendo disparate solo por decir sí a lo que cualquier persona razonable y culta, como lo fue él, respondería afirmativamente, ya sea por razones históricas o geográficas. Lo mismo que si nos preguntaran si somos occidentales o americanos. Nada más. Pero claro, de aquello no inferiríamos nada, como sí de ser católico. Porque, no nos engañemos, en una sociedad donde se espera que el hijo rebelde vuelva al redil, vivo o muerto, basta con que terceros anuncien que así fue para que una caterva de ignaros se levante a decir: "era de esperarse".
No sé si Denegri fue ateo, pero las veces que se ocupó de la religión siempre fue crítico, lúcido y feroz, en la misma medida en que lo era con tantos asuntos que lo estimulaban. Sin embargo, tampoco me atrevería a afirmar que fue creyente de una sola fe, mucho menos de la cristiana, pues todos los que lo oímos sabemos de su admiración por el budismo, específicamente el budismo zen, práctica mística que, lamentaba, estaba descuidada por estos lares.

Aquí anunciaban su muerte,
siete meses más tarde anunciarían su conversión
Nunca faltará quien pregunte, no obstante, ¿qué problema hay en que Denegri cambiase de convicciones in extremis? ¿Acaso no lo han hecho también otros personajes de fuste? ¿No será que la muerte, o la perspectiva de ella, nos permita vislumbrar la verdad y, en consecuencia, corregir nuestros yerros teóricos? No lo sé. Al menos, no estoy tan seguro. Pueda que la muerte sea el antídoto de nuestro enfermizo escepticismo, de nuestra arrogante curiosidad. Pero el problema no es este, sino que nunca tendremos los descargos del involucrado. Jamás sabremos si ese "sí" escondía una confesión o una burla, el último intento por tomarle el pelo a quienes creen que un rezo puede paliar el dolor. Y al no haber descargos, al no existir más testimonios, llega la ignominia.
Todo esto es razón más que suficiente para echar por la borda años de trabajo, de investigación, que se han visto materializados en obras como Miscelánea humanística, La niña Masturbación y su madrastra Tabú, Hechos y opiniones acerca de la mujer (libro donde reseña las crueldades de la Iglesia Católica contra las "brujas"), Obscenidad y pornografía, Esmórgasbord y Mixtifori.
¿Habrán leído estos libros quienes se atrevieron a salvar de las llamas del Infierno a Marco Aurelio? ¿Su patetismo religioso nos los movería mientras redactaban esas líneas engañosas? ¿No será que, en su moralina bienhechora, llegaron a imaginar que con una sola sentencia limpiarían la currícula del intelectual que añoraba los años idos del jirón Huatica? Es difícil saber la respuesta. Pero de una cosa sí podría estar seguro: que lo último que vio Denegri mientras moría, no fue el culo de Dios, sino aquella grupa de la bella cuarentona, de la cual Fellini decía: "Una giornata senza quel culo è una giornata senza sole" ("Una jornada sin aquel culo es una jornada sin Sol").

El libro donde Denegri habla sobre el culo de Dios
y el culo de la cuarentona