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| Su objetivo es hablar sobre la muerte, pero termina dando esperanzas de vida |
Cuando pienso en la muerte se me enfrían las manos y una descarga eléctrica me recorre la espalda. Yo pertenezco a esa generación a la que le parece que hablar de la muerte es de mala suerte y la que no puede evitar sentir escalofríos cada vez que en la mesa alguien cuenta, con lujo de detalles, el fallecimiento de algún familiar o conocido. Si bien en casa, cada cierto tiempo, nuestros padres, abuelos y tíos, venían a aterrorizarnos con sus cuentos de fantasmas y condenados, nunca llegaron a vacunarme del todo contra el miedo a la muerte. Incluso hasta ahora me parece desagradable ir a un velorio o a un entierro, entre otras cosas, porque no sé qué cara poner o qué gestos usar para fingir un dolor que no siento, y aparte porque una vez que me retiro (con la mayor de las consideraciones posibles, claro está) tengo que soportar la hiperventilación y la taquicardia producidas por haber aguantado casi dos o tres horas al lado de un difunto que me recordó que algún día, en muy poco tiempo quizá, también a mí me tocará amodorrarme en esa ermita de 1.90 por 60 cm.
He intentado reflexionar al respecto y he llegado a considerar que ese terror connatural por la muerte se deba quizá a toda la parafernalia que se ha ido anexando a su alrededor. No existe pueblo o cultura humana que no haya dicho algo, bueno o malo, sobre el último momento. Y en nuestra cultura, el cristianismo ha sido el que ha marcado la pauta, el que ha dirigido el discurso sobre lo que nos espera después de muertos. Y esa es la cuestión, que el cristianismo reflexiona muy poco sobre el mismo instante de la muerte. Su interés es en lo a posteriori, en los supuestos premios y castigos, pero siempre busca la forma de huir del asunto más relevante: morir. ¿Por qué les aterra tanto a los santos del señor hablar sobre el último aliento de vida, que incluso uno de sus máximos representantes dijo: Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe? ¿Es que la muerte en sí misma oculta algo ignominioso y vergonzoso? Difícil saberlo, puesto que hasta el momento nadie ha regresado (si es que hay un lugar de "donde regresar") para contarnos las buenas nuevas o las malas nuevas. Lo único que sé es que las historias evangelizadoras están repletas de gente acobardada huyendo de la muerte a la menor oportunidad: ahí está Lázaro, pútrido y momificado, levantándose de entre los muertos; ahí está Jesús, resucitando al tercer día sin dejar rastro de su cuerpo entumecido; ahí está Eutico, a quien no dejaron experimentar las promesas del señor con una muerte rápida y sin sufrimiento.
Inclusive nuestras creencias más ancestrales revelan nuestro pavor por la muerte. De acuerdo a estas ideas, es mejor ser un condenado o un alma en pena que un muerto (la muerte nunca debe cumplir su cometido). Con lo cual, caigo en la cuenta de que la muerte nos confronta constantemente con nuestra humanidad y lo único que hemos hecho hasta ahora es huir de ella con fantasías, elucubraciones (algunas más exóticas que otras), mitos o sendos disparates.
Juan Luis Arsuaga diría, sin miedo a equivocarse, que no hemos entendido nada o que hemos fingido entender. La muerte para él es un fracaso, uno de los mayores fracasos de la vida, puesto que ningún mecanismo, ni biológico, cultural o tecnológico, ha podido eliminarla por completo y, lo que resulta aún más aterrador, nunca la podremos eliminar.
En un diálogo memorable con Juan José Millás, en su libro en conjunto La muerte contada por un sapiens a un neandertal, el paleontólogo arguye:
-Imaginemos que en el futuro se consiguieran suprimir muchas de las causas internas de la muerte. Las puramente estructurales: el cristalino te lo cambian por una lente. El corazón te lo sustituyen por uno mecánico o por el de un cerdo. Aparece un tratamiento que cura el Alzheimer o lo previene. Te reemplazan las articulaciones gracias a prótesis que mejoran las piezas naturales. Los cánceres se solucionan potenciando el sistema inmunitario. Todas las causas desaparecen de un día para otro. Incluyamos los trastornos neurodegenerativos, que son muy jodidos porque las células nerviosas solo pueden morirse, no se dividen: no se recuperan las que se pierden. Conseguimos solucionar por un lado todo lo que es mecánico y conseguimos que el sistema inmunitario, lejos de decaer, sea más eficaz, sin pasarnos de rosca, claro, porque un sistema inmunitario excesivamente potenciado podría empezar a destruir nuestras propias células. Está bien que haya policía, pero no queremos un Estado policial. Finalmente, actuamos a nivel celular eliminando el estrés oxidativo y otros problemas, como el del acortamiento de los telómeros, también con mucho cuidado para evitar que se produzcan tumores.
-Al final -apunto -solo quedan las causas externas de muerte.
-Vale -dice Arsuaga -, pero las vamos eliminando también. Eliminamos el hambre, el frío, el calor, la sed, lo parásitos, los patógenos. ¿Qué nos queda? La violencia. Pongamos que la eliminamos también, que la ONU establece un orden mundial, no el del Gran Hermano, un orden mundial justo que acaba con la violencia. Es utópico, pero supongamos que funciona.
-¿Qué nos queda? -pregunto.
-Nos queda el puerto de Somosierra a las doce de la noche un día de lluvia como el de hoy con una persona cansada y mayor como yo al volante. Una persona con la vista deteriorada, con los reflejos algo decaídos. Nos quedarían los accidentes (pág. 303-304).
Y es por eso que la tememos tanto, porque en el fondo nadie quiere fracasar, nadie quiere ser el hazmerreír, el desafortunado que estiró la pata sin más. El hombre ha deseado tanto ser considerado la cúspide de la evolución que hasta el día de hoy sigue compitiendo con las demás especies, solo que, en este asunto, utiliza el autoengaño como arma ofensiva y defensiva. En otras palabras, todos los animales mueren, pero nosotros somos los únicos que hacemos drama. Y cuán grande será nuestro sentimiento de fracaso que no dejamos de comparar nuestra esperanza de vida con la de los demás seres vivos. Por ejemplo, es inevitable sentir envidia de la medusa Turritopsis nutricula, de la cual se dice que es inmortal (cosa que no es cierto, porque, como recuerda el profesor de Ecología de Arsuaga, "donde hay mucha vida hay mucha muerte"), o de la rata topo desnuda, que ha llegado a vencer el cáncer (una empresa que a nosotros nos tiene locos todavía) y de la cual se sabe vive aproximadamente 40 años, un derroche de vida comparado con los cortos tres años que viven normalmente otros roedores. Otro tanto ocurre con el tejo, uno de esos árboles que puede llegar a vivir la friolera de cuatro mil años, o el ginkgo biloba, el cual tiene una esperanza de vida de mil años.
Todos esto nos deja estupefactos y aletargados, y por eso es preferible ponernos locos, vociferar y predicar la vida eterna después de la muerte, puesto que nosotros jamás de los jamases podremos rejuvenecer a voluntad o vivir al menos mil años. Somo unos tipos endebles que se mueren a la menor eventualidad, y creo que Séneca concordaría conmigo. Dice el filósofo estoico en su Consolación a Marcia:
¿Qué es el hombre? Un recipiente quebradizo a cualquier golpe y a cualquier sacudida. No hay necesidad de un violento temporal para destrozarte: en cuanto te des un golpe, te desharás. ¿Qué es el hombre? Un cuerpo endeble y frágil, desvalido, indefenso por su misma naturaleza, necesitado de la ayuda ajena, abandonado a todas la insolencias de la suerte, cuando ha fortalecido bien sus brazos, alimento de cualquier fiera, víctima de cualquiera; fabricado con materiales flojos y deleznables, elegante en sus rasgos externos; nada resistente al frío, al calor, a la fatiga y, en cambio, destinado a caer en la consunción por la misma inactividad y ocio; temeroso de su alimento, unas veces por falta de él [perece, otras por exceso] estalla; precisa una vigilancia ansiosa y atenta, su aliento es precario e inestable, le sobresalta un susto repentino o bien oír de pronto un ruido desagradable; motivo constante de preocupación para sí mismo, defectuoso e inútil. ¿Y en este ser nos extraña su muerte, que es cuestión de mero hipido? ¿Acaso derribarlo es, pues, tarea de mucho empeño? Para él el olor y el sabor, el cansancio y el insomnio, la bebida y la comida, y todo aquello sin lo que no puede vivir, son mortíferos; adonde quiera que vaya, al punto es consciente de su propia debilidad, pues no soporta todos los climas, pierde la salud por la novedad de las aguas y por el soplo de una brisa desacostumbrada, por ligerísimos accidentes y molestias; enfermizo, achacoso, inicia su vida con lágrimas; y mientras ¡qué tremendos altercados provoca este animal tan despreciado, a qué fantasías se entrega sin acordarse de su condición! En su mente revuelve proyectos inmortales, sin término, y toma disposiciones para nietos y biznietos, mientras las muerte lo sorprende haciendo planes a largo plazo y lo que llama vejez se le reduce a un período de muy pocos años“ (pág. 13-14).
Y a toda esta lista de debilidades humanas que enumera Séneca, habría que añadir nuestra inclinación por la búsqueda de un sentido. Siempre buscamos un por qué, alguna explicación para lo que nos ocurre, sobre todo si el objeto de nuestra reflexión nos causa miedo. Debe haber algo después de morir, no admitimos que una vida ala cual le hemos asignado un propósito acabe sin más. Nos aterra el sinsentido, la falta de un fin; nos quita el sueño pensar que vivimos para nada.
Ante toda esta cuestión me he puesto a pensar que, si por un momento soltamos nuestra amarras trascendentales y visualizamos el mundo como lo que es, y dejamos de edulcorarlo, y lo asumimos sin romanticismos, ¿no será que al final nos llevemos una gran sorpresa? Decía Julio Ramón Ribeyro, respecto a los hombres, que a veces pensamos que tienen una profundidad oceánica, pero cuando las vamos conociendo resulta que tienen la profundidad de un charco. ¿No pasará lo mismo con esto de la muerte? Puede que nos hayamos comido el coco tantos años, derramado tanta tinta y hasta desarrollado tantos trastornos mentales por su causa, para que al final, cuando muramos, tengamos que decir lo que el protagonista de La muerte de Ivan Ilich en el momento mismo de su deceso: "¡Ah, era eso!" O sea, tanto para nada o para muy poco.
Dice Juan José Millás al respecto: "Siempre interpreté que lo que había querido decir el personaje de Tolstoi era que se trataba de una tontería. Que morirse era una idiotez" (pág. 193). Una idiotez que nos ha fascinado desde tiempos remotísimos (me imagino al primer homo erectus viendo cómo uno de sus seres queridos muere y entendiendo que nunca más lo volverá a ver), pero que no por eso ha dejado de ser una banalidad. Banalidad que duele, por su puesto, pero de la cual podemos reponernos; banalidad que nos extingue, quizá, pero de la que podemos aprender e inspirarnos para aprovechar todo el tiempo que tenemos.
Cierro esta reflexión con una de las historias más bellas de La muerte contada por un sapiens a un neandertal:
Un musulmán muere en el norte de África y el ulema que se dispone a enterrarlo dice: «Si la muerte no fuera inevitable, el hombre habría perdido su vida entera evitándola. No habría arriesgado ni intentado ni emprendido ni inventado ni construido nada. La vida hubiera sido una perpetua convalecencia. Sí hermanos, demos gracias a Dios por habernos dado el regalo de la muerte para que la vida tenga un sentido; la noche, para que el día tenga un sentido; el silencio, para que la palabra tenga un sentido; la guerra, para que la paz tenga un sentido. Agradezcámosle que nos haya dado el cansancio y las penas, para que el descanso y las alegrías tengan un sentido. Démosle gracias. Su sabiduría es infinita» (pág. 305).
Huánuco, 30 de agosto de 2024