
No sé si alguien haya descubierto en qué momento de la vida descubrimos el verdadero significado de la muerte. Es decir, el verla como la anulación total de nuestra existencia. Según tengo entendido, algunos psicólogos consideran que la muerte es una de las ideas que se aprenden rápido, cuando encontramos en el camino algún insecto sin vida, o cuando nosotros mismos terminamos ahogando todo un hormiguero. Pero la verdad, yo no estoy muy convencido de ello. Inclusive, ni siquiera estoy tan seguro de que cuando perdamos a un ser querido comprendamos el verdadero significado de morir. Recuerdo que cuando me enteré de la muerte de mi abuelita (a quien quería a pesar de todo), no sentí ni el más leve dolor, apenas un sobresalto por la sorpresiva noticia y la desazón porque ahora, con el velorio, la casa estaría llena de familiares y gente que no conocía. Cuando llegó el día del entierro, al ver a mi hermano llorar, no pude evitar imitarle. Luego sentí pena. Mi abuelita había muerto y debíamos llorarle, si no lo hacía estaría faltando respeto a su memoria. Pero en el fondo tenía la impresión de que, en algún lugar del mundo, o fuera de él, mi abuelita estaba vivita y coleando, libre de dolor y sufrimiento, a la espera de que algún día nos volviéramos a encontrar.
Es obvio que muchas personas tienen una concepción parecida de la muerte. Es decir, la ven como si fuera un estado de coma, una transición perniciosa, pero de la cual nos podemos recuperar en cualquier momento. Una enfermedad para la cual todavía no hemos encontrado cura. No obstante, tal idea, por muy consoladora que parezca, no termina de ser una falsa concepción de la muerte. Y para esto, basta con escuchar a los niños que se han quedado huérfanos. Cuando les dicen que su mamita “está en el cielo”, ellos preguntan, “¿y por qué no baja a verme? Es que yo la necesito aquí, no en el cielo”. Y claro, para callarles solemos argüir un galimatías que ni siquiera nosotros entendemos: “Es que Diosito la quiere tener a su lado”, “Es que todavía no es el momento”, “Es que no es tan fácil”, “Ella igual te está cuidando desde arriba”, etcétera. Con eso, lejos de tranquilizarlos, lo único que conseguimos es que los niños empiecen a creer que su mamá o papá son unos egoístas que prefirieron morirse para no hacerse cargo de ellos. Y esto, por supuesto, es combustible que alimenta cuadros neuróticos como la depresión. Pues claro, creyendo, como nos han hecho creer, que la muerte no es muerte, sino el paso a otra vida, lo único que generamos en nuestro fuero interno es desasosiego. Y esto genera preguntas vacías y hasta peligrosas: ¿Cómo será la vida después de la muerte? ¿De verdad existirá un infierno para los que se han portado mal en esta vida? ¿El cielo o el infierno serán tan inmensos como para albergar a tanta gente muerta? ¿Será que la muerte es mejor que la vida? ¿Seré más feliz si muero?
Quizá estas dos últimas preguntas son, a mi parecer, las más perjudiciales, entre otras cosas porque inducen al suicidio de personas jóvenes, con tanto por vivir. Según el INEI (Instituto Nacional de Estadística e Informática), muchas de las personas que han tenido algún intento suicida, confiesan haberlo hecho porque consideraban que después de muertos vivirían mejor. ¿No es acaso una locura pensar de esta manera? No obstante, debemos de admitir que nuestro deseo por contrarrestar el sufrimiento y nuestro autoengaño cultural acerca de la muerte han contribuido bastante a fomentar tales ideas.
La muerte, al igual que el hambre y la sed, son procesos biológicos, lo mismo que lo son la enfermedad y el envejecimiento. Algunas de las facultades biológicas nos agradan, como tomar una deliciosa siesta, y otras nos desagradan, como tener que soportar los mocos y las carrasperas de la gripe, pero es así, no podemos reconfigurarlas, solo asumirlas con gallardía y garbo. Con la muerte pasa lo mismo, no nos gusta pensar en ella, pero es así, la aniquilación total de nuestra existencia. Y si empezamos a pensar en ella como algo inevitable y normal, nos haremos bastante bien, y tal vez lleguemos a decir lo que el poeta Píndaro: “Oh, alma mía, no aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo posible”.
Además, debemos de insistir en que la inmortalidad es una de las peores ideas que se les pudo ocurrir a nuestros ancestros. La vida es maravillosa, de eso no cabe duda, pero vivir siglos o milenios sería una calamidad, ni tendríamos las ganas de seguir existiendo ni habría los recursos para sostener a tanta gente inmortal. Ahora bien: en todos estos millones de años de evolución, las células de nuestro cuerpo han tentado la inmortalidad y nunca les ha ido bien, puesto que, en lugar de perpetuarse, terminaban dañando a su portador. Este deseo de inmortalidad de nuestras células es lo que ahora llamamos cáncer. Una célula cancerosa no quiere morir, se aferra a la vida caprichosamente y para hacerlo empieza a ocupar espacios que no le pertenecen y toma alimento que tampoco es suyo (a esto le llamamos metástasis), con lo que asegura su existencia, pero elimina a su huésped (nosotros). Según cuentan los biólogos, todos los días en nuestro cuerpo surgen células cancerosas que son eliminadas de inmediato por un proceso que se llama apoptosis, con lo que el cuerpo se mantiene sano, pero al envejecer, nuestro proceso de apoptosis se torna imperfecto y por ahí siempre se nos escapa una célula cancerígena. Es por esto que al envejecer somos más propensos a sufrir de cualquier tipo de cáncer. Pero lo más importante es que mientras nuestro sistema inmunológico está sano y joven evita cualquier empresa de inmortalización. Nuestras propias células se aferran a la muerte, no quieren ser imperecederas. ¿Por qué? Pues considero que algo ruin y macabro debe ocultarse detrás de la inmortalidad. En otras palabras, Píndaro no se equivocaba al decir “no aspires a la vida inmortal”, y yo agregaría: ni aunque te prometa el cielo.
¿Esta visión hace la vida más trágica? Claro que no. El ser humano ha demostrado ser resiliente frente a los designios de la naturaleza. Frente a las enfermedades hemos creado medicinas, frente al aburrimiento hemos creado la cultura, frente a la procreación hemos inventado los anticonceptivos, y aquí podríamos mencionar un largo etcétera. Lo mismo pasa con la muerte. Frente a ella podemos crear un propósito, una meta, un sueño que dé impulso y vigor a nuestra existencia efímera. Frente a la muerte podemos darnos segundas, terceras, cuartas y quintas oportunidades para seguir adelante. Podemos admirar el cosmos: las galaxias, estrellas o agujeros negros; podemos contemplar nuestro entorno: plantas, animales y elementos inorgánicos; y hasta podemos observarnos a nosotros mismos: nuestro cuerpo entero, nuestra mente, nuestra sociedad. Hay tantas cosas que podemos hacer y disfrutar antes de morir.
A Eduardo Punset, el divulgador científico más conocido de España, le gustaba decir: antes de pensar si hay vida después de la muerte, debemos de pensar si hay vida antes de la muerte. Y creo que esa es una filosofía irrefutable y serena.
Inclusive si, en el mejor de los casos (aunque parece improbable), hubiese vida después de morir, creo que deberíamos de aprovechar ésta, puesto que solo así viviríamos dos veces de forma grandiosa.
Orlando CÓRDOVA GÓMEZ