Considero que la respuesta a esta pregunta es unívoca: ¡no! Los niños no deberían ser instruidos en ningún tipo de doctrina, dogma o fe. Y en estas breves líneas expondré tres argumentos en favor de esta idea.
1. La educación religiosa no se ajusta a los estándares de enseñanza/aprendizaje
De acuerdo a las investigaciones en neurociencias, hoy sabemos que el mejor aprendizaje que tienen los pequeños es a través de la exploración y el contacto directo con los objetos de enseñanza. Por ejemplo, para que un niño sepa qué es una vaca o un toro, será más interesante si le llevamos a una granja a ver a los bóvidos que mostrárselos en una diapositiva. Si queremos que descubra la forma de una planta, será más significativo si lo llevamos al jardín de la casa y exploramos a su lado. Pretender que los niños asimilen ideas complejas (como la trinidad, la resurrección, la omnisapiencia, el pecado y el castigo divino, etc.) significa imponerles concepciones para las cuales su cerebro no está en la edad de comprenderlas ni juzgarlas, lo cual viola su autonomía, altera y maltrata su desarrollo cerebral, pues el contenido sobrepasa su umbral de recepción.
Por muchísimos años éste ha sido el método más utilizado: el maestro enseña sin importarle el nivel de comprensión del alumno. Basta con que todos repitan, cual grabadoras, lo que se ha expuesto, dejando de lado el sentido crítico, analítico y discriminativo de lo que se aprendió. Actualmente, sabemos que este tipo de enseñanza es cruel y egoísta, pues está dirigido hacia los logros del maestro y no al de los estudiantes.

Contra esto, alguien podría alegar que las matemáticas están compuestas por conceptos abstractos y difíciles que, desde el punto de vista con que voy tratando este asunto, también podrían considerarse un maltrato al desarrollo del niño, y que a pesar de esto es una materia básica en cualquier escuela. Sin embargo, la enseñanza de las matemáticas es: a) progresiva, esto quiere decir que a ningún maestro se le ocurriría trabajar ecuaciones o las intrincadas leyes de la geometría y la trigonometría, sin antes haber iniciado con las ideas básicas de cantidad, tamaño, conjunto, etc.; y b) está sujeta a demostración, lo que implica que el niño puede comprobar con sus sentidos el número de manzanas en una cesta, la diferencia de tamaños entre su padre y él y la infinitud de las estrellas en una noche despejada. Eso no sucede con la religión. Si a un niño le dices que Dios lo ama y le das un abrazo antes de dormirse, lo que el niño entenderá es que quien lo ama eres tú y no Dios, porque ni siquiera viene a verlo.
Es una idea sencilla. Una idea que muchos pastores, evangelistas, curas y ayatolás no quieren entender, pues piensan que la educación de los niños se debe dar de cualquier forma, con tal que al final sean fieles sirvientes del Señor.
2. La religión pervierte los valores
Ahora planteémonos algunas preguntas: suponiendo que la existencia de Dios se pudiera demostrar, ¿se podría demostrar su bondad? En esta sociedad moderna, que predica amor, tolerancia, empatía y muchos otros valores encomiables, ¿las enseñanzas religiosas pueden afianzar el aprendizaje de estos valores o, por el contrario, corromperlos?
Recordémonos nada más el intento de infanticidio cometido por Abraham (Génesis 22), el genocidio perpetrado por los judíos contra el pueblo de Jericó (Josué 6); pensemos en las atrocidades del rey Saúl y David (1 y 2 Samuel; 1 y 2 Reyes), en las enseñanzas de Jesús, según las cuales debemos abandonar a nuestra familia (Mateo 10:37), portar armas (Lucas 22:36), no pagar nuestras deudas (Lucas 6:35) y condenar a quienes no piensan como nosotros (Juan 3:18). Pensemos en la Yihad islámica, en el castigo de los infieles; pensemos en el burka; reflexionemos sobre las infibulaciones musulmanas y las circuncisiones judías. Recordémonos de las persecuciones de judíos contra cristianos, de cristianos contra judíos, de cristianos contra cristianos, de Las Cruzadas y del Holocausto. Hagamos esfuerzo y evoquemos el 11-S.
¿Acaso no es prueba suficiente de que la religión entorpece la educación en valores? ¿Qué de bueno y saludable podría aprender un niño con estas historias?

3. La educación religiosa priva de libertad a los niños
Muchos de los que son adultos recuerdan que cuando eran pequeños ya eran creyentes, asistían a una iglesia (o mezquita) y adoraban a Dios (Yavé o Alá). Es difícil para ellos precisar en qué momento decidieron ser evangélicos, católicos o muslimes, pues en su interior siempre lo fueron. Claro, algunos renegaron de su fe y se apartaron por un tiempo, pero luego regresaron por el mismo sendero, por lo que para ellos su arrepentimiento y conversión se consolidaron cuando ya eran grandecitos. Sin embargo, es más que obvio que su educación religiosa infantil fue determinante para volver a buscar "ese camino".
A nadie se le escapa que aquí en Perú, si las cosas nos van mal, al único dios al cual acudiremos será el mismo del que nos hablaban nuestros padres y abuelos. A nadie se le pasará por la mente implorar a Visnú o Shiva, Amaterasu o Zeus, pues por estos lares estos dioses han tenido poca publicidad. Cada quien acude al número limitado de dioses con los que ha convivido en su infancia. Y es que durante ese tiempo se forman las primeras fobias, manías y supersticiones, y son muy fuertes e inolvidables porque es la etapa donde nuestras neuronas son más plásticas y receptivas, es decir, aprenden con facilidad.
Un infante aprende de todo, sea voluntaria u obligatoriamente. Si a un pequeño se le dice que Dios lo va a cuidar de cualquier peligro, no importándonos si él entiende quién es Dios o no (y ya hemos dicho que esto es cruel y egoísta), captará que hay alguien o algo que lo protege. Entonces, esta huella queda impregnada en él porque todos los días tiene miedo (recordemos, es un pequeño) y todos los días acude a ese alguien y siente cierta sensación de seguridad. Esto crea sinapsis (comunicación entre neuronas) más fuertes para esta información. Y está demostrado que cuanto más fuerte es una sinapsis hay más posibilidad de trasladar una información a la memoria de largo plazo, la cual se guardará por muchísimos años.
Entonces, cuando pase el tiempo y este individuo ya sea adulto y se enfrente a un momento difícil, en su cerebro habrá un disparo de sinapsis que lo llevarán a recordar que cuando pequeño siempre acudía a ese alguien para sentir seguridad. Así que, como no tiene más opciones, repite la misma conducta, vuelve a postrarse y clamar a Dios, Yahvé o Alá.

Todo esto es resultado de la educación de nuestros primeros años, de nuestra tierna infancia, donde no podíamos decir ¡no! a papá o a mamá, donde una sola rebeldía era castigada con la reprensión, el golpe o la indiferencia. Un tiempo en que nuestras decisiones no eran nuestras, sino las de los adultos, donde las etiquetas de cristianos, católicos, muslimes o lo que sea, nos importaba muy poco con tal que nos dejaran en paz para poder jugar. En otras palabras, menospreciando nuestra voluntad y aprovechándose de nuestra vulnerabilidad nos impusieron ideas y creencias que bien pudimos habernos negado a tener si otras hubieran sido las circunstancias.
Po ejemplo, yo no decidí ser evangélico en mi infancia, ni quise que me bautizaran. No quise ser pastor o evangelista, ni quise predicar la salvación a los pecadores. Cuando tuve conciencia de mí mismo ya era todo eso, ya tenía esas aspiraciones, es decir, me habían construido, me habían edificado, impuesto estructuras mentales que ahora califico de incoherentes y falsas.
Quién sabe, y si me hubiesen dejado a mí tomar la decisión, me hubiera convertido en un monje budista o un libertario cínico, o quizá simplemente no me habría importado aquello en lo más mínimo. ¡Ah, pero no!, los demás decidieron que mejor y me hacían cristiano, libre de pecado, heraldo de santidad e intérprete del libro sagrado. ¡Vaya encargo!
Considero, al igual que Richard Dawkins, que los adultos pueden ser lo que ellos quieran, que pueden defender las ideas, creencias, supersticiones y estupideces que más les apetezca. Pero eso no les da el derecho de imponérselas a los más pequeños. No podemos entorpecer así la vida de quienes apenas empiezan a vivir, no importa si son nuestros hijos, nietos, sobrinos o alumnos. Que sean ellos mismos, cuando tengan la edad para juzgar qué es bueno o malo, quienes decidan qué es lo quieren ser. Mientras tanto dejémosles ser libres.
Ingenio, 27 de setiembre de 2021