En estos tiempos, todas las cosas que tienen que ver con varones y mujeres siempre se ligan al machismo o al feminismo, y se hace esto de una forma tan paroxística que pareciese que hemos pasado de una guerra de sexos a una guerra de genitales: todo lo que tenga pene es despreciable y todo lo que tenga vagina es insoportable. ¿Será que tratadas así las cosas podamos hacer algo además de gritarnos e insultarnos mutuamente? Me parece que no. Considero que para tener una discusión sana y elocuente debemos dejar de lado los clichés, lo mismo que para salvaguardar el bienestar de un país es necesario poner a un lado nuestras ideologías. Si permitimos que nuestros membretes señalen fronteras infranqueables habremos perdido, no la posibilidad de demostrar quién es el mejor, sino la de formar una sociedad más justa y equitativa, una sociedad razonable y ética.

En estos cortos artículos reflexionaré y trataré de convencerles que más que machistas y feministas, todos nosotros somos seres humanos en vías de formación, que nuestras conductas, más que guiadas por un espíritu maligno que desea hacer el mal, fueron y son productos de la época, la experiencia y, muchas veces, el azar. Además, intentaré demostrar que justificar las conductas de nuestros antepasados que aún carecían de conocimientos científicos y morales como los nuestros no es lo mismo que excusar o argumentar a favor de la gente que en pleno siglo 21 comete los mismos errores.

Entonces, comencemos.



LA FIGURA MATERNA

LA FIGURA MATERNA DESDE LA BIOLOGÍA

El hombre, desde el punto de vista biológico, es un animal más, y por lo tanto, muchas de sus conductas y comportamientos ya vienen pre programados. Un rasgo programado, por ejemplo, es que las hembras y no los machos lleven en su vientre a la prole, con lo que, desde ese momento, ella está sujeta a todos los cambios cualitativos y cuantitativos que conciernen al embarazo, desde las náuseas hasta la hipertensión y los dolores espantosos del parto. Esta realidad inmutable, al menos hasta hoy, no puede ni debe someterse al análisis de ninguna ideología, a menos que creamos que la naturaleza sea machista. 

Y vaya por descontado que la progenitora no solo es fundamental para la sobrevivencia intrauterina del bebé, sino que también lo es fuera. Existe una razón, de hecho, para que las mujeres den a luz por la vagina,  y estriba en que de esa manera ella podrá pasarle a su hijo toda la microbiota necesaria para fortalecer su sistema inmune, cosa que no ocurre en la cesárea. El calostro, primera muestra de leche que toma el bebé y que contiene nutrientes importantes para él, es otro punto a favor de la importancia biológica de las madres. Por supuesto, si queremos podemos darle otra leche y lo más probable es que apenas se note la diferencia entre el que tomó el calostro del que no lo hizo, pero eso no le resta importancia a la estrategia natural que se desarrolló en la mujer para asegurar que su descendencia sobreviva.


Sus latidos, su olor, su leche y su microbiota

serán fundamentales para el desarrollo del bebé


Actualmente nadie puede negar que uno de los estímulos más importantes para procurar calma y sosiego al bebé, es la voz materna, o al menos el sonido de sus latidos cardíacos. Según Morris (1968), una de las razones por la que las madres acunan al pequeño en el brazo izquierdo y lo sostienen contra el mismo lado de su cuerpo, reside en que de esa manera pueden calmarlo, ya que el bebé reconoce el único sonido que lo acompañó durante su estancia en el claustro uterino.

"Si esto es así, el hecho de descubrir el ruido familiar después del nacimiento podría producir un efecto calmante en el niño, especialmente al verse lanzado al mundo exterior, extraño, temible. En tal caso, la madre, ya sea instintivamente, ya después de una serie inconsciente de pruebas y de errores, llegaría a descubrir que su hijo está más tranquilo cuando lo sostiene con el brazo izquierdo, sobre el corazón, que cuando lo hace con el derecho." (Morris, 1968, 125.)"


Incluso de adultos, el recordatorio de los latidos cardíacos maternales es de suma importancia. ¿No les ha pasado alguna vez que, cuando ibas a exponer, dar una entrevista de trabajo o declararte a un chico o chica, empezaste a mover las piernas de arriba hacia abajo en cierto compás? Pues los estudios revelan que esos vaivenes tranquilizantes imitan las palpitaciones de nuestra madre.

De paso debemos agregar que no solo las madres, o los padres, sino también los bebés se preparan para formar una familia. Esto se nota en que, al momento de nacer, las formas redondeadas del bebé, su piel suave y los olores que emana, resultan siendo un cóctel químico que enamorará ciegamente a los progenitores de por vida, creando en ellos la necesidad de protegerle a toda costa, y así permitir que el legado genético se perpetúe.  

Ahora bien: ¿estas son razones suficientes para considerar que sólo la madre y no otra persona deba hacerse cargo del cuidado de los hijos? La respuesta es un no absoluto. Nuestra especie ha cambiado tanto desde el Paleolítico Superior (aproximadamente hace 40.000 años) que en la actualidad es posible que cualquier persona pueda hacerse cargo de los hijos. Pero esto no siempre fue así.


LA CAMBIANTE SITUACIÓN DE LA FIGURA MATERNA EN LA HISTORIA

Desconocemos cómo fueron las primeras familias humanas al principio de los tiempos, pero podemos hacernos una idea observando la conducta de nuestros parientes más cercanos, como los chimpancés o bonobos. Y de acuerdo a lo que sabemos actualmente, en estas especies el cuidado de los hijos recae en las hembras, mientras que los machos se ocupan de protegerlas a ellas y a sus bebés. De acuerdo a la primatóloga Jane Goodall, los críos necesitan tanto de su mamá que la pasan muy mal si se quedan huérfanos. En estos pequeños, la compañía y el amor de su madre no tiene parangón, al punto que si ella muere, no aceptan el cuidado ni la protección de ningún otro pariente, ni siquiera el de la hermana mayor, que muy bien podría ocupar el rol de madre sustituta. Entonces, ¿qué es lo que pasa con el pequeño si su madre muere? Su vida pierde sentido y se dejará morir. 

Es de suponer que en nuestro caso pasó algo similar. Nuestra dependencia maternal era excesiva, prioritaria y excluyente. Pero por mucho que nos parezcamos a los chimpancés, es obvio que nuestros rumbos se bifurcaron a medida que pasaron los años. Llegamos a un punto en la evolución en que nuestros cerebros se volvieron más grandes, con el consecuente desarrollo del lóbulo frontal y esto nos permitió una  mayor resistencia a la ausencia materna. Sin embargo, aún era prioritaria. 

Cuando empezamos a migrar de África y decidimos que el nomadismo no era muy beneficioso, establecimos pequeñas comunidades, en las que la provisión de alimentos (antecedente del liderazgo) quedaba a cargo de los machos, puesto que las hembras al estar en cinta o al cuidado de los hijos (nos diferenciábamos de los chimpancés, pero tampoco tanto) no podían incursionar en la caza. Estos roles, aunque ahora puedan sonar a machismo, eran lógicos. Si la hembra hubiese decidido alejarse del macho se habría expuesto a un sinfín de problemas, ya que el embarazo o la tenencia de hijos traería consigo desventajas peores que quedarse en la guarida a la espera de la pareja. Por esa razón, la hembra humana, para asegurar el retorno del consorte, aprendió a ser sexualmente receptiva en cualquier momento. De esta forma, el macho regresaba por su premio sexual y la hembra recibía alimento y protección constantemente. Eran estos tiempos en que la madre era sumamente importante para el bebé, porque cada acto suyo aseguraba su vida o la ponía en riesgo.

Luego, en el Neolítico, las mujeres tuvieron un papel preponderante en la revolución cultural. Su labor materna (que involucra la concepción, el parto y el amamantamiento), sus invenciones domésticas (cocer la carne y los vegetales, criar animales, etc.) y artesanales precipitaron su prestigio y adoración. Como recuerda Mosterín (2012):

Eran las mujeres, encargadas desde siempre de la obtención de los alimentos vegetales, las que introducían las nuevas técnicas agrícolas. Y también fueron probablemente las mujeres las que iniciaron la domesticación de los animales y el aprovechamiento de sus productos mediante prácticas como el hilado y el tejido de lana de las ovejas.

[...] El prestigio de las mujeres aumentó y muchos grupos se organizaron matrilinealmente: al formarse las parejas, el novio abandonaba su propio grupo y se integraba en el de su mujer. Incluso los dioses -personificación de las fuerzas de la naturaleza- eran considerados básicamente como hembras, como diosas. (p. 61.)


En el Neolítico la labor maternal y doméstica de la mujer
fueron vistas como prodigiosas y divinas


De este puesto privilegiado al decreto tácito de que la mujer debía encargarse del hogar y dedicarse a él a tiempo completo, solo había un paso. Y fue así como la historia sentenció a las mujeres a la encargatura del hogar  y el mantenimiento de los hijos. Debemos de considerar que tras este decreto no hubieron confabulaciones ni conspiraciones masculinas que buscaban oprimir conscientemente a la mujer. El azar de la historia constriñó el rol femenino. 

Comparar la realidad de esos tiempos con la de ahora es un anacronismo irracional. Es comprensible que muchas cosas nos puedan parecer injustas, que muchas de las costumbres, tradiciones y prácticas de nuestros antepasados nos parezcan deleznables, pero deben de ser comprendidas en su tiempo, no en el nuestro. Recordemos que el pensamiento humano ha sido progresivo, que ha pasado por muchas etapas, trocado de cariz. Hace más de 2000 años Platón y Aristóteles creían que las mujeres eran inferiores a los varones, Jesús trataba mal inclusive a su propia madre y San Pablo pensaba que por culpa de la mujer la humanidad había caído en maldición . Pero en esos tiempos no existían todas la innovaciones teóricas, científicas y tecnológicas de ahora; aquellas innovaciones que nos permiten juzgar a mujeres y varones de formas diferentes, y sus labores en el hogar y la familia, también. 

Lo mismo sucede en relación con la figura materna. Otrora, la única manera que se nos ocurrió para sostener la vida de un bebé era dejándoselo a su madre, quien, como ya vimos, tiene todas las capacidades biológicas para hacerlo.

En el presente, las cosas han cambiado muchísimo: existen procedimientos médicos para fecundar un embrión en una placa de Petri y luego implantarlo en el vientre de una mujer desvinculada genéticamente (embarazo subrogado), o tratamientos como la inseminación artificial que ofrecen oportunidades inimaginables en los tiempos de nuestras abuelas. De pronto, la mujer (heterosexual y fértil) ya no es la única que puede vivir la experiencia de la maternidad, también lo puede hacer un varón (hetero u homosexual), o una mujer que por razones fisiológicas no puede concebir o sostener un embarazo. Las oportunidades se han multiplicado y sería injusto desaprovecharlas.

Es por esta razón que se hace necesaria una nueva reflexión sobre el cuidado de los hijos. ¿Sólo las mujeres pueden criar a un bebé? ¿Sólo ellas pueden ofrecerle el cariño, la protección y el apego necesarios para un buen desarrollo físico, psíquico, emocional y social? ¿Será cierto que el "amor de madre" es inigualable, o debemos de considerar aquello como frase cursi del siglo pasado? Creo que la respuesta la podemos hallar también en la historia; sobre todo en las historias de los genios, de los artistas, gentes como Rimbaud o Balzac, Rilke o Schopenhauer, Flaubert o Miller, quienes despreciaron insufriblemente a sus madres, y no porque ellos hayan sido malos hijos (que pudieron serlo, claro está), sino porque ellas eran verdaderas arpías, negligentes y carecían de lo que hemos dado en llamar "amor maternal". 

Si utilizo estos ejemplos es porque a diferencia de lo que muchos creen, el genio y el talento no siempre se gestan en el seno de una familia funcional, sino todo lo contrario: dentro una familia disfuncional, donde la madre, en lugar de ser el acicate, termina siendo el escollo, la piedra en el zapato. Y donde para dejar que el ingenio aflore es necesario deshacerse de ella. 

Henry Miller, autor de bellos e irreverentes libros como Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio,  llegó declarar, en una de sus cartas dirigida a Brenda Venus, lo siguiente: "Yo odié a mi madre como al veneno. Nunca me pude sobreponer a ello."

Por supuesto, esto no es raro, pues también entre nuestros primos chimpancés existen madres negligentes y destructoras; las cuales, en lugar de llevar al bebé en sus brazos los ponen sobre sus espaldas (con riesgo de que se caigan) o simplemente los dejan en el suelo, a su suerte, expuestos a muchos peligros. En estos primates, la respuesta usual del bebé es asumir su rol de sumisión, de mendicidad. Estos críos tardarán muchísimo tiempo en independizarse de sus madres, o simplemente no lo harán. En cambio, nuestro caso es diferente: podemos sobreponernos al abandono, al desprecio y a la falta del amor materno con otras figuras, con otras actividades: prueba irrefutable de que nuestra corteza cerebral está más desarrollada y nos da la ventaja de tolerar mejor la pérdida de aquella que nos tuvo alguna vez en su vientre.

Sin embargo, y ante todo, ni siquiera esto puede evitar que reconozcamos que por un tiempo muy prolongado, desde hace más de 250 millones de años, cuando aparecieron los primeros mamíferos, hasta hace poco, cuando surgieron los tratamientos y terapias a las que nos hemos referido, la figura materna ha sido sumamente importante en nuestra vida y desarrollo humanos.


Amarilis, 18 de febrero de 2022