

Hace ya un par de años mi
hijita me preguntó cómo había nacido. Como soy fiel seguidor de las enseñanzas
de Bertrand Russell (aunque a veces, premeditadamente, lo desobedezco), intenté
explicarle, de la manera menos aparatosa posible, todo el proceso del parto.
Luego, cuando tuve la oportunidad, compré un librito sobre educación sexual
infantil y la revisamos juntos. Ella veía impresionada todas las ilustraciones
de la mujer recostada y recibiendo entre sus brazos al bebé. Sobra decir que
las imágenes estaban tan dulcificadas y edulcoradas que me daban ganas de
decirle que lo que estaba viendo era un vil eufemismo de lo dramático que suele
ser el alumbramiento. Me contuve. Tal vez, como me había advertido mi esposa,
todavía no era el tiempo para contarle todo. Tendría mucho tiempo por delante.
Y así fue. No pasó ni una semana y ella preguntó:
-Papito, ¿duele cuando un
bebé nace?
- Hummm… Sí.
- ¿Cuánto?
- Creo que mucho,
amorcito.
- ¿Y sale sangre?
- También. Mucha, mucha
sangre.
Y de inmediato, antes de
que siquiera me preguntara, le dije:
-
Pero hay formas de evitar tener un bebé.
-
¿De verdad? ¿Cómo?
Y todo devino en un
galimatías producto de la vergüenza que ni siquiera yo sabía por qué salían de
mi boca términos como preservativo,
el ritmo, levonorgestrel, etcétera.
Mi hija que, al parecer
de todo el circunloquio que le había dado, solo entendió que el embarazo era
muy embarazoso y doloroso, sentenció:
-
Entonces, yo no quiero tener un bebé.
¿Cómo se llamaba esa bolsita para no tener bebés?
-
Condón.
-
Sí, voy a utilizar eso para no tener
bebés.
En parte me sentí
satisfecho; como si hubiera alcanzado el Everest. Había logrado que mi
princesita viera con “objetividad” el embarazo y, quizá, así se protegiera
contra uno, sobre todo prematuro. Aun así, luego me surgió una duda. Y si en
algún momento ella, ya de mayor, quisiera ser madre, o su pareja la convenciera
para procrear, ¿cómo sería su reacción? ¿Estaría predispuesta en ver el
embarazo y el parto como situaciones trágicas o como castigos del cielo? ¿Había
lanzado, como lo hizo el dios vetotestamentario, una maldición sobre mi hija: Con afrenta mantendrás el vientre que crece
férreo y con dolor darás a luz?
¡Vaya forma de aguarle la
fiesta a alguien!
Con el tiempo, me he dado
cuenta que, sin pensarlo tanto, utilizo el mismo método con mis estudiantes.
Les cuento, poniendo cara de terror, todo el proceso del parto. Les digo que
han de padecer muchísimo, que a veces surgen complicaciones y, luego, remato: “si eso es engorroso, ahora imagínense lo que
significará criar al chibolo”.
Claro, consigo que muchos
de ellos me presten una sólida atención y que eviten relaciones sexuales
inseguras, pero también los vacuno contra la idea, muy natural, de tener hijos.
Y hasta donde mi ojo
crítico me deja ver, no creo ser el único adulto que acude al miedo o al terror
para evitar que los menores actúen “irracionalmente”. Por ejemplo, el año
pasado, una obstetra muy apreciada por mí, les dijo a todos mis estudiantes que
la única forma segura de evitar un embarazo o una ITS era la abstinencia porque, si no, ¡ya saben!
Yo me uno a la
preocupación contra el embarazo no deseado, puesto que he visto a mis
familiares padecer y perder oportunidades por haber procreado antes de haber
cumplido la mayoría de edad, y he notado en los centros educativos en los que
he trabajado, cómo el estigma y el rechazo pueden privar del progreso a muchas
señoritas en edad escolar solo por ser madres adolescentes; sin embargo, creo
que el método que estamos aplicando para luchar contra el lastre no es el indicado.
El miedo y el espanto jamás pueden ser buenos instructores.
Todos tenemos miedo a que
nos saquen el diente, pero ese miedo se multiplica cuando nos neurotizan
advirtiéndonos que el momento que pasaremos será peor de lo que imaginamos. De
esa manera, generamos pánico, fobia y angustia: emociones que no deberían
acompañar una simple y anodina extracción de muelas. Lo mismo podemos decir de
la gestación, el parto y la crianza de los hijos. Todos presumimos que no la
pasaremos genial necesariamente, pero algo en nuestro interior nos dice que
tampoco ha de ser el averno. Si nuestros padres pudieron con nosotros, puede
que nosotros también podamos con nuestros hipotéticos hijos. No obstante, si en
nuestro entorno las opiniones son desfavorables, amenazas disfrazadas de
consejos, es probable que nuestra idea de la paternidad se tiña de pesimismo. Y
eso es lo que hacen, por ejemplo, muchos creadores de contenido en redes
sociales, quienes detrás de una careta de “recomendación” ocultan una ideología
del miedo: tener hijos es lo peor del mundo. “Si supieras que yo puedo dormir
hasta tarde, y no como mis amigos que se levantan temprano para preparar la
lonchera”; “si te encuentras mal, imagínate a los que sienten lo mismo, pero
con hijos”;
“cuando no quiero gastar mucho y luego recuerdo que gastaría más teniendo
hijos”.
Es probable que la vida
de dichos influencers se asemeje al
paraíso solo por ser childfree, y no
voy a negar que privarse de vástagos puede ser, para algunos, la oportunidad de
alcanzar sus metas, sueños e ideales. Sin embargo, no todos pensamos lo mismo
y, aunque ellos quieran hacer campaña para no tener bebés, muchos seguirán
teniéndolos, incluso los que los miran y dan like a todos sus videos. En ese caso, ¿no sería mejor adoptar una
postura más flexible y tolerante, menos agresiva y pueril, donde se trate con
verdadera objetividad los beneficios de tener hijos y no tenerlos, dejando que
el público piense por sí mismo y decida? Porque los hijos pueden ser, como dice
José Luis Arsuaga, unos parásitos, pero también, como defiende Louann
Brizendine, parte de un intenso enamoramiento.
La maternidad puede ser
descrita, si se quiere, de la peor manera: trofoblasto invasor, parásito
incómodo; hipertensión; retención de líquidos; náuseas; experiencia dolorosa
que dura aproximadamente veinticuatro horas; episiotomía; cuarta fase del trabajo de parto; depresión posparto; estrés por
las noches en vela y la lactancia; trauma emocional; daño psicológico
materno-filial; bancarrota; privaciones; infrecuencia orgásmica. E, igualmente,
se la puede retratar de la manera más romántica posible: milagro; sedación por
oxitocina; recableado neuronal; gastrulación; antojitos de medianoche; síndrome
de incubación; descenso de la testosterona; prolactina; amor a primera vista y
a primer olor; calostro; alopadres; empatía; compromiso; abnegación; evolución;
comunidad.
Cada uno puede tomar los
términos de la lista y hacer su propia definición, o puede crear una
completamente nueva desde su experiencia. Estoy seguro que los conceptos se
mezclarán, bifurcarán y confundirán, pero alguien objetivo nunca dirá que ser
madre o padre solo tiene cosas malas o cosas buenas. ¿Y no es así con todo lo
humano? Algunas experiencias, a primera vista, pueden ser gratificantes, pero
terminan cayendo en la habituación y la monotonía; otras parecen ser el
acabose, pero nos transforman. En este caso de la paternidad, tengo una tía que
jamás pudo tener hijos (aunque lo intentó), pero actualmente reside en el
extranjero y puede hacer con su vida lo que quiera: creo que es feliz. Y
conozco una amiga que me ha llegado a confesar, con cierto aire de vergüenza
porque pensaba que la iba a condenar, que su sueño más grande ha sido ser
madre, y ahora que tiene dos, daría todo por ellos: creo que ella también es
feliz. ¿Habrá alguien que pueda poner en tela de juicio estas afirmaciones y
decirle a mi tía que debería tener hijos para completar su dicha, o juzgar a mi
amiga porque le encante pasar horas tras horas entre pañales y juguetes regados
en el piso? Creo que el que lo haga sería un estúpido.
No es con historias
oscuras como debemos dirigir a los futuros adultos, sino con claridad. Un bebé
no viene al mundo con un pan bajo el brazo a no ser que hayas ahorrado para
criarlo, pero también es cierto que muchos se esfuerzan el doble para alcanzar
sus metas y darle lo mejor a sus hijos. Es verdad que la realidad social,
económica y política pueden ser una barrera para traer hijos al mundo, pero
también es cierto que, criándolos bien, ellos pueden cambiar el panorama que
tenemos. Puede ser cierto que gastar todo el dinero en nosotros mismos sea
espectacular, pero, ¿qué problema hay en que lo compartamos con alguien con
quien ya compartimos genes? Puede que criar a una mascota sea menos sacrificado y
menos engorroso; sin embargo, la responsabilidad de ser padres también nos
forja y nos templa. Quizá no queramos cargar a otros con nuestro dolor y
nuestros sufrimientos, pero yo he podido experimentar que los abrazos de mi
hija eran capaces de sacarme de una profunda desesperación.
La educación sexual y los
anticonceptivos están bien. Son excelentísimos. Incluso, me parece que hacemos
muy poco por difundir el conocimiento, porque hasta el día de hoy, hay
jovencitos que no saben cómo ponerse un preservativo o dónde conseguir una
pastilla de emergencia. Es por eso que siguen produciéndose embarazos no
deseados (aunque el índice haya bajado) y (más alarmantemente todavía) los
contagios de ITS, como el VIH, sigan aumentado escandalosamente. No obstante,
dicha educación sexual debe instruir, poner todo en bandeja. Pueda que a
alguien le fascine lo que oiga y lo que vea y quiera volverse un profesional en
sexología, o pueda que pierda el temor a ser padre, o pueda que decida no serlo
nunca.
Ahí se encontrará la
verdadera educación, la guía genuina.