
Aquí no me voy a referir a las ridiculeces de nuestros políticos que, como ya sabemos, copian y plagian trabajos de otros para obtener una licenciatura o maestría y que, para excusarse dicen: “yo no plagié, solo que no hice bien la cita”; y claro, nadie les cree, porque “citar” mal diez páginas enteras es mucha equivocación, incluso hasta para el más flojo de los investigadores.
En este espacio me voy a referir a la obligación académica y universitaria de citar todo lo que dices, porque de lo contrario, tus ideas, al no tener “respaldo”, carecen de validez. Incluso si por ahí se te ocurre una idea ingeniosa, para el establishment académico, debes de sustentarlo bibliográficamente como sea, porque para ellos todas las ideas, todas las premisas, todo lo ocurrente, debe tener antecedente o debe estar escondida en alguna página de libro, sitio web, revista o artículo científico. De lo contrario, abstente. Estás prohibido de dar opinión alguna.
Recuerdo al respecto que, cuando mandé a revisar mi borrador de tesis para la licenciatura, una de mis jurados –una ancianita que tenía el rostro derretido por la edad –me preguntó: ¿Y por qué no citaste aquí? Cuando le dije que no lo hice porque aquello era muy mío, mi miró con cara de “y yo escribí el Quijote”. Tomó el bolígrafo rojo y escribió: CITAR. Al final, remató: “De alguna parte sacaste esto y tienes que referirlo y esa referencia debe estar en la bibliografía, sino no aprobaré el borrador”. Cuando regresé para la siguiente revisión había colocado “(DENEGRI, 2010)”, aunque realmente el polígrafo nunca había hecho mención de aquello que yo había escrito, pero satisfizo las “exigencias” de la señora.
Incluso, hace poco, en una reunión virtual de padres del COAR-Huánuco, el profesor que nos dirigía dijo que los trabajos que presentaban los estudiantes debían estar bien citados hasta en lo más mínimo. Cuando mi esposa y yo preguntamos que, si por alguna razón, a los chicos se les ocurría algo nuevo, estaban en la obligación de sustentarlo bibliográficamente, el docente, impertérrito, respondió que sí.
No es que esté en contra de reconocer el trabajo y el esfuerzo que llevan a cabo los investigadores, pero tener la obligación de estar supeditados a una cita me parece de lo más ridículo. Para los que leemos libros hasta el hartazgo no es fácil recordar en qué página, en qué año y en qué edición del libro hallamos ciertas ideas, ciertos conceptos o determinadas posturas. Simplemente leemos, nos nutrimos, aprendemos y argumentamos. Y si así es con las ideas, imagínense con las conceptualizaciones científicas. Por ejemplo, si quiero definir qué es una célula, ¿tengo la obligación de citar a un autor para que mi definición sea válida, de lo contrario se descarta, pese a que mi concepto es idéntico a cualquier definición que encontrarías inclusive en internet? Y si yo utilizo mis propias palabras para conceptualizar y no cito al autor del que me inspiré, porque lo más probable es que haya leído y revisado como treinta autores, entonces, ¿mis palabras siguen siendo vacías? Y si solo copié la definición de un tipito cualquiera y yo apenas y puedo articular lo que es una célula, poniéndole a esas palabras “(Sarmiento, 2024)”, ¿ya me vuelvo docto en el tema? Sencillamente, esto me parece una estupidez de folio que los docentes promueven sin razón ni lógica.
Y a esta huequería académica habría que añadirle que, cuando tenemos que citar los libros o trabajos que hemos utilizado para nuestra investigación, nos demandan que estos sean de máximo cinco años de antigüedad. O sea que, para este año, tenemos la obligación de citar bibliografías que hayan sido publicadas desde el 2020 en adelante, porque de lo contrario tu investigación está desactualizada. Y esto fuerza a los estudiantes a escribir trabajos grotescos, donde suscriben una frase de Platón y colocan, interparentéticamente, 2023. ¡Qué horror!
Como buen lector, me ha tocado pasarles el ojo a varios libros, y uno va aprendiendo a tener ciertas consideraciones con respecto a la lecturabilidad. Por ejemplo, he visto libros académicos de carácter divulgativo que carecen de bibliografía y, obviamente, provocan sospecha, porque podrían estar viéndonos la cara y no hay forma de corroborar lo que dicen, así que una buena lista de libros o investigaciones utilizadas proporcionan seguridad. No obstante, también me ha tocado leer libritos espantosos donde por cada oración hay un paréntesis fastidioso y prepotente interrumpiendo la ilación del texto. Si los he terminado de leer es porque me considero todo un lector, pero de otra manera, los hubiese descartado al primer instante.
Sin embargo, también hay autores inteligentes que exigen que sus libros sean accesibles a sus lectores y no los atosigan con referencias en cada párrafo, pero, eso sí, al final anexan notas, bibliografías o sitios web donde hallar más información al respecto. Entre esos autores están Jesús Mosterín, Richard Dawkins, Betrand Russell, Jane Goodal y Mario Vargas Llosa, por citar solo algunos. Y claro, nadie dudaría que ellos son muy fiables al momento de dar una sentencia, pese a que no presenten una cita directamente.
Precisamente, en un debate muy bueno entre el filósofo Jesús Mosterín y el abogado Antonio Bascuñán, éste último, en un intento lastimoso por sorprender al auditorio con “su bagaje intelectual” extiende su discurso nombrando a Popper, Albert, Winch, Habermas, Berlin y Taylor; no obstante, una disertación hecha solo con nombres y citas no es una argumentación, solo oraciones sin sentido, que demuestran que el expositor conoce muchos nombres, pero nada más que eso. Por esa razón, muy lúcidamente, Mosterín, le responde: “A mí nadie me ha dicho que venga aquí a citar autores. Yo no he citado a nadie, o a casi nadie, excepto a Hume y a Ortega, pero no entiendo bien por qué, o a cuento de qué, yo iba a citar Popper, ni entiendo muy bien por qué lo citas tú. Es decir, me parece que en la cultura de los países latinos hay una tendencia exagerada al citismo, como si uno estuviera preparando unas exposiciones para la universidad y quisiera hacer méritos a base de citar a muchos autores. No hay que citar a los autores. Esto de citar veinte mil señores, pues no aclara para nada las cuestiones. Pero incluso si queremos hablar de otro tema, como del monoteísmo, pues a qué viene hablar de Popper y a qué viene hablar de ningún otro autor, de Albert o de lo que sea. Se puede hablar de ellos, pues son muy interesantes –estoy de acuerdo, a mí también me gustan –pero a cuento de qué vienen aquí”.
Habría que añadir a esta crítica una interrogante siempre rebosante, pero que no se toma en cuenta nunca: ¿según quién las ideas que se nos ocurren nos pertenecen individualmente? ¿Es que acaso las ideas, sobre todo en ciencia, son propiedad de alguien? ¿Acaso no pertenecen a toda la humanidad? Porque sobran ejemplos de investigadores que tuvieron las mismas ideas, simultáneamente, y la verdad es que el conocimiento no le perteneció a ninguno de ellos, sino solo a la realidad, al mundo y a la sabiduría humana. Ahí tenemos a Charles Darwin y Alfred Wallace con la teoría del origen de las especies; o a Newton y Leibniz con el cálculo infinitesimal; o a John von Neumann y a Konrad Zuse con sus aportaciones a la computación. Podemos reconocer sus aportes, ovacionarlos, darles mérito, pero no significaría que sus descubrimientos se desmerezcan si no los nombramos a cada rato.
Finalmente, debo agregar que, en este mundo lleno de información, las citas truculentas son el pan de cada día, sobre todo en las redes sociales (donde, dicho sea de paso, se “respeta el derecho de autoría” como en ninguna otra parte). Basta que debajo de una frase se coloque el nombre (a veces la foto) de una eminencia en filosofía, ciencia o literatura para que pase por una sentencia de calidad, cuando en realidad podría ser una perogrullada del vecino del barrio que se las quiere dar de intelectual. A los internautas (actualmente, ¡quién no es uno!) se los termina sorprendiendo con “Alguna vez Bill Gates dijo…”, “Lea el poema que dejó García Márquez antes de morir…”, “Los cincos principios para vivir según Tolstoi…” y una gran variedad de estupideces de ese tipo. Por esas razones, considero que, antes que preocuparnos por colocar una cita, por más que provenga de Aristóteles, Einstein, Luther King o la Madre Teresa de Calcuta, deberíamos ocuparnos en reflexionar si lo dicho es interesante, correcto, original o no, porque al final, como dice Séneca (y perdónenme aquí por la cita, pero la educación que recibí ha mermado mi educación libertaria) no importa quién lo dijo, sino lo que se ha dicho.
